White Russian & Blue Lines

lunes, junio 09, 2008


Mis entrenadores

En invierno no existe mayor sacrificio que levantarme temprano un sábado para ir al gimnasio. Con la pereza de un gracioso koala escojo qué combinación de polo, legging y zapatillas ponerme. Cuando ya estoy vestida pienso en las regias mujeres de 50 que acuden desde las seis de la mañana, como si fueran las diez, listas para empezar sus rutinas de ejercicios. "No way", me digo. A esa hora nada podría despertarme, ni siquiera la repetición del horóscopo de la brujita Angélica de Esotérica.

Llego al gimnasio y me recibe una Claudia sonriente. Ella y Stephanie son las recepcionistas con más ángel que he conocido. Aunque también podría ser Patricia, que tiene una de las sonrisas más bonitas detrás del mostrador. Si no fuera por ellas hubiera olvidado varias veces mi carné o habría tenido que cargar con mis bolsas de Vivanda hasta Ego, Ripley o Saga. Después de los vestidores con el primero que me encuentro en la sala de máquinas es con Héctor. Él fue mi primer entrenador -antes de que conociera a Erika, para mí la mejor trainer en Hard Local que existe-. Desde esa primera vez, Héctor se aprendió mi nombre y desde entonces siempre me saluda como si ese día fuese el de mi bienvenida al gimnasio. No es muy alto, pero sí muy fuerte. Posee el porte del entrenador que siempre te cuidará y conocerá qué ejercicio es el indicado para cada parte de tu cuerpo. Al finalizar una rutina de ejercicios supervisada por él, sentirás "anestesiada" cada fibra muscular de tu ser, pero también terminarás absolutamente agradecida por lo que ha hecho por ti. Mi ejercicio favorito es el de la máquina que simula "subir escaleras". Héctor la programa con mi peso y estatura y me deja elegir el nivel de dificultad. Mientras completo los quince minutos sobre la extenuante "Climber", siento que mis glúteos y piernas se transforman. Solo el bisturí conseguiría producir la misma sensación. "Nada como hacer deporte", me dice la chica de al lado, mientras suda feliz la gota gorda sobre la bicicleta estacionaria.

Si en la sala de máquinas y pesas Héctor es el "Master in Knowledge", Saúl es el trainer con más carisma que conozco. Siempre lo observaba supervisando la rutina de varios socios, pero nunca me atrevía a molestarlo, hasta que una vez fue él quien me saludó: "Hola, ¿todo bien?". Y así, con la confianza que me dio en los siguientes días se convirtió en el segundo de mis entrenadores favoritos. Tengo que agradecerle la paciencia que me tiene cuando le pido ejercicios "especialísimos" para trabajar a profundidad la zona abdominal. "La zona problema"-como él la llama-. Imagínense en el verano con una pancita escandalosa impidiendo lucir ese bikini que nos parece adorable. No way. También quiero pedirle una disculpa (desde aquí) por la vez que me invitó a adivinar su edad y le dije "Ah, tú debes tener 29 o 30, no más". Después de escucharme se sonrió y no dijo nada, pero me sentí fatal cuando a la salida Stephanie me reveló su edad. "Tiene 27, ¿por qué?". Ya sé que solo fueron dos o tres años, pero la edad es un un tema sensible, qué les puedo decir. Ahora cada vez que voy, generalmente unas tres o cuatro veces por semana, y veo que lleva puesto un nuevo buzo del gimnasio, me pregunta: "¿y hoy quién crees que lo luce mejor?". No me pregunten por qué, pero he llegado a la conclusión de que me gusta esa vanidad en algunos hombres. Tal vez sea un poco egoísta con el resto, pues solo la tolero en quienes sé que efectivamente algo les va muy bien. Creo que no se los mencioné, pero el cumpleaños de Saúl es en diciembre. Es decir, que además de ser un gran entrenador, también es uno de los pocos hombres Sagitario que conozco. Un gran amigo.

El penúltimo de mis entrenadores es Dante. Las clases de Hatha Yoga no serían lo mismo sin él. Vestido impecablemente de blanco, Dante es el entrenador que todos los martes y jueves por la noche abandona momentáneamente el uniforme de trainer para convertirse en el "Master of the Peace". Las más diversas técnicas de relajación, respiración y estiramiento son enseñadas por él durante los sesenta minutos que dura su clase. Nada más quitarte las zapatillas y recostarte sobre el piso del salón significan el inicio de los más envidiados sesenta minutos que puede reclamar tu cuerpo después del más terrible día de trabajo o de las tediosas clases de una maestría. En las ocasiones en que no he entrado a su clase siempre se ha mostrado comprensivo y ha sabido perdonar mi inasistencia. Claro, siempre que la promesa sea no faltar a la siguiente lección. El grupo que asiste está formado por hombres y mujeres en número casi idéntico, cuyas edades varían entre los 28 y 45 años. De todos ellos me llama la atención la pareja de Lizzy y su esposo. Los dos lucen saludables en sus "treintas". Sé por ella que son papás de dos niños. Siempre que los veo me imagino a mí y a quien sería mi pareja compartiendo por lo menos el gusto por practicar algún tipo de deporte. Correr, montar bicicleta, o hacer en casa un poco de estiramientos con esa gran pelota de Pilates bastaría para sentirme contenta.

La última de mis entrenadores es Erika, mi profesora de Hard Local. Todos los que hemos llevado su clase empezamos odiando lo fuerte de su rutina de ejercicios, pero acabamos adorándola a ella y al milagro que produjo en nuestras medidas anatómicas. Nunca olvidaré la primera vez que entré a su clase y observé la manera cómo 'torturaba' a los alumnos. Esa vez yo había decidido cambiar la aburrida la faja elástica por algo más emocionante. ¿Qué les puedo decir? Las inofensivas ligas, las pequeñas mancuernas de colores y las pelotas no eran otra cosa que la versión moderna de esas máquinas demoledoras que te pasan por encima dejándote como oblea lista para untar. Agotada y traspirada corrí a la ducha. Otras se metieron de frente al sauna. Al salir de los vestidores no solo traía la sonrisa más grande, sino también la satisfacción de haber invertido estupendamente mi tiempo y dinero. Después de dos clases Erika comenzó a llamarme por "mi nombre" (que para ella era el más especial que podía darle a cada una de sus alumnas). Así fue como me convertí en "Católica" (por ser el lugar donde trabajo) y así también fue como conocí a nuevas amigas como "Cordero" (la venezolana Anabella), "Sonia" (ella llevaba el mismo nombre y se había ganado ese derecho por ser quien mejor imitaba los bailes de la Carrá), "Chatanás" (así le puso a Rita por ser bajita y porque le gustaba hacer diabluras), "La novia" (una chica que estaba próxima a casarse), "Nextel" (porque siempre se daba tiempo para contestar largas llamadas desde su teléfono), la dulce "Pampers" (por su carita de bebé), o la "Rubia" (por su color natural de pelo), y los chicos Raúl, Mario, Iván o Álvaro, así como otros más (que siempre conservaron su nombre real porque eran muy pocos los varones que se atrevían a regresar después de una primera clase).

Cuando vienen a mi mente estos recuerdos no importa demasiado que la clase haya cambiado de horario o de local, o que Erika enseñe ahora también en otro gimnasio. Basta con acordarme de la vez que festejamos su cumpleaños -con torta de chocolate y botellas de Coca Cola Diet y Free Light-, o de la que nos quedamos conversando y comiendo ensaladas de frutas en el restaurante del hotel donde está el gimnasio, para que siempre la recuerde. Me he prometido que en las vacaciones volveré a sus clases. No saben cuánto extraño las canciones de su rutina de ejercicios o las ocasiones en que estando a punto de rendirme, su voz tenía el efecto inesperado de reanimarme: "Una vez más, Católica".

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